Capital

CIUDAD DURMIENTE. Lima, 2015. Fotografía digital

Mejor sin ningún ruido de los que aturden desde la mañana, como el desenfreno de miles que se derriban hombro a hombro en las calles. O como el desprecio de los choferes y sus cobradores por todos los demás, a quienes aplastarían cual cucarachas sin remordimiento y por la infeliz necesidad de cruzar más rápido un semáforo. Dormida de su ferocidad, Lima es la huaca que alberga a millones de habitantes sobre un desierto.
Abre el día y el grito destiempla todas las rutinas sociales: el ambulante que pregona sus baratijas en buses y avenidas; el jalador (extraño oficio intermediario que vocifera las rutas en los paraderos y agita a los pasajeros a llenar los buses); el datero (extraño oficio intermediario que estimula la competencia entre los buses y toma nota de sus minutos de diferencia para apurar o retrasar su recorrido a cambio de una moneda tirada a la pista); el conductor que avanza con bocinazos porque cree que lo toman por idiota en cada cuadra. El ruido vive permanente en los televisores encendidos de los restoranes. En las sirenas de los bomberos. En todas las formas de coexistencia explosiva de una ciudad que se va quedando pequeña.

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