La puerta del palacio

HIPÓLITO, RICARDO, JAVIER Y MARBER. Lima, 2014. Fotografía digital



Alejandro partiría pronto y tenía las llaves dándole vueltas de mano en mano. Sus maletas estaban al fondo sin terminar de hacerse y la ropa lucía desarreglada alrededor de su habitación. Camisas, corbatas, zapatos, todo matizado para sus múltiples combinaciones en este viaje; pero sobre todo los abrigos de paño, porque le habían mencionado muchas veces del frío en Santiago. No podría llevar todo su equipaje consigo, por eso rondaba en la idea de echar mano de algún compañero diplomático que viaje el próximo mes. Mientras pensaba en eso se recostó en su cama sin importarle la ropa que se aplanaba por su peso, después de todo ya estaba agobiado de tantos días ofreciendo la cara en todas las despedidas que le planificaban. Despedirse era el trato que había aceptado en los últimos meses. Antes de caer en el sueño apagó su teléfono, quiso un momento de desacato antes de volver al ministerio para reportar sus despachos de cierre. Fue perdiendo conciencia por lo real y su cuerpo abandonó completamente sus reflejos. En el sueño se vio frente a un espejo antiguo que medía como una puerta, de contorno manchado por la oxidación que le daba un sentado tono cálido a todo lo que se asomaba por ahí: Alejandro era cálido: se abotonaba los puños de la camisa sin el apuro habitual. De pronto oyó un ruido tras el espejo, algo así como el estremecimiento de una pisada sobre la madera. Abrió la puerta del armario y observó qué había detrás de ese espejo. Por primera vez no podía verse, había sido reemplazado por una cavidad oscura que guardaba cosas que no le pertenecían: maletas cerradas por gruesos cintos de cuero, un cuadro de borrachos que era imitación tosca de la escuela flamenca, un pedestal de lámpara en forma del dios Anubis y el Atlas geográfico de Paz Soldán. Trató de recordar si antes había compartido con alguien esa habitación, ese alguien quizás volvería por sus pertenencias o, lo que empezó a cobrar más valor, fue la idea de sentirse un intruso que pronto sería desalojado. Observó toda la habitación con detenimiento para encontrar algo que lo identifique pero que no parezca intempestivo -como estaba sospechando de él en ese momento-, sino algo que le diera una duración permanente a esa serenidad con la que empezó a verse en el espejo y parecía de otro tiempo. Cerró la puerta y volvió a su imagen. Sentirse una vez más al frente suyo le daba compañía. Recuperó la confianza y terminó por cerrarse los puños. Notó que sus pies estaban descalzos sobre una alfombra de brocados dorados que le recordaron a los cardos que se colocaban en algunas empalizadas que protegían las chacras de la Panamericana Sur. Aquellas figuras le trajeron un tic espinoso y arqueó sus pies para no tocarlas. Caminó así para no hincarse, como un funámbulo, fuera de los bordes estrechos del brocado hasta llegar a la puerta principal para apoyar sus oídos y conocer qué pasaba del otro lado. Por el quicio de la puerta soplaba un aire helado que le enfrió la oreja de inmediato, y le anunció de un murmullo que, si bien articulaba ciertas palabras, le costaba definir si era el acierto de una voz o el mismo silbido empujado con mayor fuerza. Poco a poco las palabras le fueron llegando: "La verdad es mi fantasía". ¿Quién le diría esto? ¿Sería un mensaje dirigido u otra vez caía en la infidencia de apropiarse de lo ajeno? Retrocedió unos pasos a salvo hasta tener la puerta a una distancia inaudible y con las manos a tientas buscó apoyarse en la cama. No comprendió nada. Se quedó pensando en cuándo entraría finalmente aquella persona que interrumpía sus acciones desde una clandestinidad paralela, la cual empezaba a ocasionarle ansiedad por salir de la suya, en la que había quedado confinado por un sueño que empezó sin testigos. Durante horas estuvo celando la puerta esperando a que esta se abriera. Para entonces ya todas las formas del mobiliario le resultaron familiares en la oscuridad, y hasta los cardos no le hincaban. Nada le hincaba. De regreso, se sentó al borde de la cama y comenzó a disfrutar de un estado de abnegación infinita. Esto le dio la firmeza necesaria para no caer en un segundo sueño, pero nadie cruzó la puerta.

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