Muriel

AMAZONA ENCOMENDANDO EL ROLANDO I. Iquitos, 2012. Fotografía lomográfica


Habíamos viajado ocho kilómetros en moto hasta llegar al vivero Doña Margarita, punto de inicio para atravesar a una laguna que estaba rodeada de flores tropicales. La espesura de los árboles generaba una sombra caliente y algunos insectos nos posaban sobre el sudor, saliendo repelidos a otras savias más apetitosas que los esperaban en el bosque. Una mariposa parda aleteó mi mejilla y sentí su torpe bofetada como el aviso de encontrarme en su camino. Lidia fue ingresando al agua a tientas, con el temor de no reconocer el lugar a pesar de haber crecido en la selva. Yo también me fui hundiendo en el fango y giré los pies como palancas hasta encontrar un freno. Le pedí que sostenga la lancha como si se tratase de un hijo suyo, un recién nacido que partiría en una cesta como Moisés a la suerte de las aguas, y cerró los ojos pensando en esa posibilidad. Este recogimiento debió de haberlo mantenido durante años porque la última vez que nos vimos en Iquitos me contó que ese día, sin saberlo, ya estaba embarazada. Muriel, su pequeña hija, corría entre nosotros en el restorán y recibía mimos por parte de todos. Cuando quise darle los míos, la llamé por su nombre apenas pasó por mi costado. Se detuvo a mirarme y frunció, sin ningún recuerdo de mí.

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