Mar y lluvia

URCO. Cusco, 2017. Fotografía digital



Mar tomó la camioneta de su tío, una Land Cruiser color arena de los años setenta, y nos dirigimos a las ruinas de Urco. Las trochas remecían la carrocería y por momentos quedábamos en el aire, pero ella se aferraba al timón como domando un elefante. Llegar a las ruinas era un trecho cercano y los campesinos habían salido esa mañana a desbrozar el camino que atravesaba el pueblo. Un grupo de niños recreaba un accidente de tránsito con un volquete de juguete, uno estaba herido en el piso y los demás nos prohibían el paso con un silbato. Los patos reposaban en los charcos que eran anegados por las acequias y nos obligaban a frenar. "Papicha, ¿sabes cuál es la entrada a Urco", le preguntó ella a un adolescente que cargaba un atado de maíz.
Estacionamos frente a una casa en la que unos hombres se dieron el encuentro y saludaron en la entrada, parecían darse directivas. Por su costado, pasaron dos niñas arreando dos pavos para que regresen al gallinero. Bajamos por el sendero que va detrás del templo circular y nos ubicamos en las últimas galerías de piedra. Pisé unas plantas de huacatay que confundí lejanamente por manzanilla. Mar se estaba cambiando y yo instalaba la cámara en el trípode; por alguna razón extraña nos pareció quedar acompañados de las dos niñas. Una garúa que me recordaba a Lima empezó a caer mientras ella se subía a la pared; pensé que sería pasajera, el sol había brillado desde que llegué a Cusco. El lente se empañaba y ella iba quedando mojada por una lluvia cada vez más tempestuosa, sin ánimo de amainar. "Quédate ahí, no vuelvas", le dije para mantener la toma mientras me pegaba a la pared que tenía un cobertizo de paja. Estábamos bajo una nube gris enorme y ella hacía aproximaciones de la duración de su movimiento, después de todo, sabía identificar varias conductas por haber vivido en la montaña desde niña. Se bajó y terminamos contra la pared en la que yo estaba, como dos presos que esperan de espaldas su sentencia en el patíbulo, huyendo de todo el agua que nos caía con fuerza. Conversamos con la frente en el muro sin mirarnos, no sé por cuánto tiempo, yo tenía los brazos empapados dentro de la casaca impermeable y el maletín de la cámara  pegado al abdomen. "Va a ser imposible, algún bendito dios se ha enojado", le dije. "No nos dio ni cinco minutos", me respondió y se rió. De pronto, escampó cuando guardábamos las cosas y sobrevino una corriente fría. Mar estaba temblando con principios de calentura y chorreaba agua como si hubiese salido de un río, sin embargo, no quería renunciar al esfuerzo de haber llegado hasta ahí. "Vámonos, ya tienes que recibir a tus invitados". Era su celebración de cumpleaños y noté que estábamos tarde para pasar todavía por algunas compras del almuerzo: las cajas de cerveza donde don Aurelio; tomate, lechuga y aguaymanto para la ensalada; lomo para la parrilla; Tapsin y Panadol Forte para la noche. Camino al mercado el sol despuntó y la ropa se pudo secar colgada de las ventanas de la camioneta, las zapatillas lo hacían sobre el panel delantero. Al llegar a su casa el paisaje estaba como lo había dejado el día anterior: resplandeciente y azul detrás de las nubes. Era como haber viajado a una borrasca sin ningún resultado, expulsados por un falso movimiento del tiempo que nos negó ser parte de su imperio. Los invitados comenzaron a llegar de todas partes y yo debía cerrar mis maletas. Lamenté no quedarme un día más, podría comerme toda esa carne que iba al fuego y luego quedarme dormido en el pasto: el chisporroteo de la leña en el campo suele ser otro eco materno. Salí al aeropuerto. El chofer llegó a las dos de la tarde.     

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