Clase de ballet

La casa tenía un cartel de venta. Diego me había prestado las llaves para hacerle un recorrido, sabiendo de mis preferencias por los museos de sitio, que es como yo llamaba a aquellas residencias que se encontraban en exhibición de sus últimos momentos. Sus tías patronas de la casa se fueron a vivir a un departamento pagado por la inmobiliaria responsable de la futura obra. Era mi momento de acudir. De toparme con una vida impropia. Y tomarla.  


Alessandra Farris era bailarina del Ballet Municipal de Lima. Nunca había puesto sus zapatillas de punta en un terreno tan desnivelado por la yerbamala y los trastos por doquier. Tampoco se trataba de un sacrificio en su carrera, solo había que saber pisar. 


La mudanza de la familia Urbina había dejado algunas cosas ahí, como si se ofreciesen de utilidad a otro ocupante. O para mezclarlas en la demolición, y así echar los restos que fueron parte de una esclavitud silenciosa. 




En lo que vendría a ser un dormitorio, el polvo de la pared había delineado la cabecera de una cama; a su lado, una solitaria mesa de noche; adentro del cajón, unas pastillas. ¿Con cuánto puede cargar una casa? Las vidas parecen verse cuando no están. 


Como en el jardín, plagado de árboles que languidecen entre arañas y sequedad, sin la mano que los protegía. Sin duda, ya no están ahí. Son los fantasmas de otros fantasmas.


La casa es amplia y reparte luz a todos sus confines polvorientos. Por eso, con Alessandra montamos una pieza de danza fúnebre en el último muro, para honra de todas las dichas acontecidas de un siglo a otro. El réquiem sobre una puerta derribada que trastabillaba sus talones. 



Ladrillos, maderas, hojarasca y vitrales se encontraron con ella. Y aquella luz perpetua también.  


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