Lectures du Pérou: Université de Poitiers, Francia

Mi cuento Día de playa (Une journée à la plage) ha sido traducido al francés y publicado en Lectures du Pérou, Auteurs péruviens du XXIe siècle, edición a cargo de Caroline Lepage, catedrática de la Universidad de Poitiers. El prefacio es del escritor Félix Terrones, responsable de mi invitación a este proyecto de traducción de escritores iberoamericanos que se realiza en Francia.
Pueden acceder al libro aquí: Lectures du Pérou

Día de playa

A menudo nos emboscaba el olor de las tortugas y lobos marinos que se descomponían en la orilla y eran picados por los gallinazos. Todo esto antes de llegar a tocar la pared del edificio Las Gaviotas que frenaba el cerro, punto culminante de nuestra carrera, al lado del restorán abandonado que quedó como el último rompiente que encrespaba las olas. Jorge era más veloz que yo pero con el tiempo se fue haciendo más resistente, razón por la cual ya no le interesaban los puntajes de nuestra competencia que eran marcados en aquella pared. Ahora le interesaba ser un maratonista, un generador de resistencia.
La última vez que me buscó para correr fue contra mi voluntad. Le había dicho que me recuperaba de un resfriado y la inhalación del invierno me devolvería con estragos a la cama. No me hizo caso, como siempre. Me terminó convenciendo de lo contrario y bajamos trotando hasta la playa, reforzando su optimismo por la acción que tomábamos.
  -Te va a hacer bien, tienes que sacudir la enfermedad.
  -Cállate.
En el camino desviaba la ruta comentando que la firmeza de la arena estaba en buen punto y proporcionaba beneficios para la pisada. Ni más ni menos, así como está. Cruzamos un auto blanco estacionado que arrojaba risas, se trataba de una pareja adolescente apretada en el asiento del piloto: él le enseñaba a conducir sobre su pelvis, contoneado con pericia bajo las nalgas de ella. Más adelante, la playa era un revuelco de troncos y plástico que la marea nocturna había expulsado de sus aguas. Apreciaba ese comportamiento de la naturaleza, ir de tanto en tanto purgando lo que no cabe en nuestros basurales, devolviéndonos lo que no tiene lugar.
  -Mira, parece un muerto –advierte Jorge sin preocuparse.
  -¿Dónde? –no veo más que un paisaje que lo borra todo.
  -Dentro de esa bolsa azul –toma el atajo hacia allá.
Hay un policía que acompaña a lo que correspondería el cuerpo de un hombre barbudo, aproximadamente de unos cuarenta y cinco años, con el pantalón remangado en señal de ser alguien que recorría cerca al mar. Sus demás partes están cubiertas parcialmente por la maniobra del guardia que le ha tendido un retazo de plástico. Nos detenemos a preguntarle y lo confirma: “Está frío”. Jorge se impacienta ante la atracción que ejerce el cadáver sobre mí, me reanima a seguir corriendo pero mi cabeza está sumergida en el misterio que pulsa la muerte. Quedo absorto, una vez más en el remanente de aquel primer muerto que me guardaba su mirada bajo un poste. Yo tenía cinco años.
  -Ve tú por delante, ya te alcanzo –lo despedí, anulando sus intentos por llevarme.
Al subir por las escaleras me crucé con otros policías que escoltaban al fiscal, a juzgar por las medallas que colgaban de su solapa. También con los médicos legistas que descendían apresurados por efecto rutinario mientras se enguantaban. Hasta ese momento la escena la comprendía el celador del cuerpo, una playa desolada, los barcos atracados en la bahía y al fondo, vaporizada por la bruma, los trazos de una ciudad desaparecida. Sentado al borde del malecón, veo circundarse a los reporteros y curiosos que van llegando hasta bloquear de mi campo las evidencias. Pienso en Flor y su facultad de hablar con los muertos. Necesito saber algo que no está contado ahí.

A las seis de la tarde estamos ubicados los tres bajo el terraplén que conserva las huellas de la mañana. La ruma varada me aporta la ubicación exacta del cuerpo: un tubo de construcción tragado por la arena es el paralelo con la cabeza.
  -Aquí es, no hay duda –les dibujo en cuatro líneas aéreas la ocupación.
  -Prendan sus linternas, vamos a sentarnos en triángulo sobre él –nos ordena Flor y observa periféricamente que todo esté despejado.
Jorge es más escéptico con el procedimiento, ha venido solo por descubrir su curiosidad con la ouij­a. Flor coloca al centro el retrato enmarcado de una mujer que podría situarse en el siglo XIX, ataviada de una gargantilla de lazo que cierra el cuello de su blusa y de la que pende un relicario (enigmáticamente, es de otra mujer que dirige la mirada como ella). Nos cuenta que es una fotografía que compró en la feria dominical, y que a través de esos ojos, descolgados por ojeras inquisidoras, recibió la orden de llevársela a casa.
  -¿Pero qué hará ella por nosotros? ¿No nos dijiste que traerías tu ouija? –le pregunté desconcertado porque no le atribuía ninguna función a esa imagen. Pensé que echaría a perder el hilo de la muerte.
  -No te equivoques –me increpó con autoridad–. Ella es nuestra guía en el inframundo.
Dicho eso, dio la vuelta al cuadro y por detrás era un tablero: había confabulado con aquella mujer para que sea su mediadora y lidie con el maligno en caso pretenda huir de su principado. Sacó una moneda perforada y nos advirtió que toda consulta sería tomándola con el dedo.
  -Pregúntale de qué murió –le digo–. No vimos señales de sangre, no parece un asesinato.
Flor emprende la comunicación y su mano tropieza con letras que no llevan claridad. No lo percibe porque mantiene los ojos cerrados. Le digo que le pida ir más despacio, que tampoco habría problema si no quiere hablar en este momento. Ella parece no oírme. El ruido del mar arremete más con la penumbra y el destello de los autos que doblan el cerro da contra las rocas.
  -Aquí no hay nadie, mejor vámonos –Jorge desacomoda su postura.
Durante buen tiempo quedamos en silencio porque Flor asibila ciertas palabras que son incomprensibles. Nos retiene la duda. El viento se fortalece y empuja las polillas dentro de la neblina, haciéndose una mancha amarillenta que nos aísla. Siento un poco de ofuscación porque ella no ha entregado el conocimiento que prometía, a pesar de que sus manos están como una válvula descontrolada buscando decirnos algo que tampoco está en sus labios.
  -Flor, pide el permiso para irnos –se lo propongo, más por consideración a ella.
Una ola se desborda hasta nosotros y nos impulsa del lugar. Ella reacciona de un grito que termina envuelto por el trastorno de ver arrastrarse su tablero a la corriente del mar. Me clama que lo traiga y tironea violentamente de mi brazo, soy el único que mantiene su linterna. Corro por la oscuridad rastreando un sentido entre la arena y la espuma, tras lo que parece ser un tablero o cuadro que se aleja. Cuando lo detengo porta la foto de un hombre barbudo, aproximadamente de unos cuarenta y cinco años.

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