Día de trabajo
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TRABAJADORES DE UNA FÁBRICA DE OLLAS. Lima, 2017. Fotografía digital |
El señor Estrada salía de casa cuando sus hijos aún estaban dormidos y
se dirigía al paradero inicial de la avenida Pedro Miotta. Entre los
dos puntos mediaban ocho cuadras que él caminaba cada madrugada como
primera tarea de su trabajo. Por aquella época la única posibilidad de
transporte era llegar al paradero Miotta, donde la línea 76 y el ícaro
-ese bus articulado con un fuelle al centro que lo hacía moverse como un
gusano- se repletaban en pocos segundos de todos los trabajadores y
estudiantes que partían a Lima con la ansiedad de la tardanza. San Juan
de Miraflores era un distrito nuevo y todo quedaba fuera de él.
Un
día el señor Estrada volvió asustado al rato de haber salido: lo habían
asaltado. Llegó a la puerta desconcertado y con dificultades para
abrirla, al borde de un ataque de epilepsia. Chino, su último hijo,
sintió ruidos y se asomó detrás de la ventana reconociendo en la
oscuridad a su padre. Cuando lo recibió, de inmediato no llegó a
comprenderlo, jamás había visto el temor en él. "¿Qué te ha pasado?",
fue la pregunta que empezó por despuntar su rabia hasta que reunió el
testimonio completo; total, otro muchacho como él a esa hora sería
inconfundible en la calle. Entró a su cuarto y debajo del colchón
extrajo un revólver -este secreto nadie lo sabía en casa, tampoco lo
alcanzó a ver el señor Estrada-. Salió corriendo sin despertar a sus
hermanos mayores. En la avenida Víctor Castro Iglesias, altura del
orfanato Ciudad de los Niños, distinguió al malhechor que deambulaba
errático por su adicción a la pasta. Se trataba de un ratero de poca
monta conocido por la zona, por eso nunca había visto un revólver entre
sus ojos: "Tú le has robado a mi viejo, concha de tu madre". Chino nunca
había apuntado a nadie en la cara, pero esta justicia trascendía a su
padre a algo más vulnerable, a un nuevo ser que llega al mundo
desprotegido y por el que hay que matar antes que sea contagiado por la
podredumbre. El ladronzuelo sintió el cañón como un dios que lo hincó al
perdón y despojó de todo, incluso de su ropa cuando notó que Chino no
dejaba de apuntarlo ni con todas las pertenencias recuperadas. Se le
permitió irse desnudo, como una epifanía de invierno que vieron pasar
algunos por su costado, llevándose una mano al culo y desapareciendo
tras el desmonte que estaba de camino a las torres eléctricas. Cuando
Chino regresó a casa, su familia ya estaba despierta por una doble
preocupación: ¿sería el hijo menor, precipitado desde que nació a los
siete meses, la segunda víctima de aquel día? No traía ningún rasguño,
el revólver lo tenía escondido en la espalda baja y llevaba consigo
todas las cosas de su padre. "Vamos, viejo, te llevo al paradero".
Viejo, sí, había descubierto esa palabra para consagrar su misión en
adelante, porque el señor Estrada había engendrado a su defensor cuando
se acercaba a los cincuenta años y ahora vivía en la senectud. Las
rutinas causan protecciones y esta se había roto. Chino fue por su
bicicleta y acomodó a su padre en el tubo con una almohadilla, le
arregló el traje y partieron como dos funámbulos calle abajo. Atrás iba
Barry, el perro de lomo negro que había tomado su nombre por el cantante
Barry White. Con esta guardia jamás volverían a dañar al señor
Estrada.
Chino recuerda que cumplió con esta responsabilidad
hasta el día en que su padre se jubiló del seguro social. Fueron estas
madrugadas las que saldaron su mal comportamiento juvenil cuando rompía
puertas, ventanas y cabezas por doquier, y era corrido de casa por
los palos de escoba y teteras de agua caliente que le apuntaban con poco
acierto. "Ahí viene mi abuelito", le decía a sus amigos de la primaria
cuando el señor Estrada lo iba a recoger al colegio, imitándolo incluso en su hipar
que sobresaltaba sus oraciones y el andar rengo que le dejó un accidente
de construcción cuando era joven. Un día Pedro, su furibundo hermano mayor, lo castigó arrojándole una piedra de cuarzo que llegó a evadir a tiempo pero perforó la puerta del pasadizo central. La piedra pasó zumbando por mi cara, pude haber quedado hecho añicos por estar parado ahí. Lo recuerdo bien. Encaramado a diez pisos de altura, Chino se encuentra limpiando las ventanas de un edificio en Roma. Su peso se bambolea por las dos cuerdas que lo sujetan desde el techo. Aislado de ser el blanco nuevamente, ha conseguido la destreza de un escalador con la escobilla telescópica que le ayuda a alcanzar más distancia junto al movimiento oportuno de sus pies. Son estos días de vértigo aéreo los que le proporcionan la paz, recabándola de a pocos a medida que el tiempo se empequeñece y no hay tratos con deudas. La altura le hace pensar que todo no ha sido más que un barullo del que siempre salió corriendo. Esta confirmación se aclara cuando la espuma de la refriega se va secando, sin las voces que quedaron alarmantes porque no podría hacer nada nuevo. Ahí es cuando el vidrio en su estado más fiel le muestra su cara y descubre su calvicie en el reflejo de las nubes. Se mira en un primer momento. Luego hace un gesto de invisible ternura: "Ahí viene mi abuelito".
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