El balcón


FRAGMENTO DE OTOÑO. Lima, 2016. Fotografía digital

Alfonso era el mayor de tres hermanos que en el barrio eran reconocidos como Los gordos. Tenían una casa grande que se fue vendiendo por partes hasta quedarse solo con el ingreso de la puerta central que lleva al segundo piso. Ahí estaba el balcón, esa suerte de púlpito donde toda la familia De Piérola se asomaba hasta la noche y nos hacía conversar desde lo alto. Todos reían a carcajadas, aún con la muerte del padre y la consiguiente parcelación de la casa, parecía que siempre disfrutaban de una buena época. Sus fiestas se veían desde abajo: los parlantes, la comida, la salsa, la cerveza, todo era un jolgorio que no tenía fin y, en cierta forma, contagiaba el ánimo que tienen las parrandas de año nuevo. Para mí esa casa era un lugar del que me encontraba desterrado por mi edad y la pelota en la pista. De cualquier forma, daba alegría ver a los adultos sonrientes, entrando y saliendo de la casa, entrando y saliendo de la bodega de don Raúl. A veces me caía un chocolate. Mi madre recuerda la elegancia de Jorge Valdivieso, ese dandy que andaba en saco y fue muerto por la bala de un enamorado humillado. Aquella noche, Jorge vio que en el teléfono público de la esquina una mujer era golpeada por un hombre, y fue tras él, sin conocer a los protagonistas, hasta dejarlo zumbado en el piso. Le dispararon de espaldas. Así formábamos nuestros primeros héroes. Mi padre también recuerda a Pepe Santa Cruz ayudándolo a cargar a mis hermanos en el terremoto de 1974, cuando yo no había nacido. La fama de galán y buen peleador le sobrevive a Pepe, pero no sé si esté vivo. No lo conocí. Esa generación adulta que estaba como una capa sobre nosotros nos generaba una extraña fascinación a los más pequeños, quizás por sus relatos, su chispa, sus disturbios y el respeto que siempre mantenían con nuestros padres. Las drogas trastornaron a muchos y algunos se fueron del barrio. Fuimos creciendo y cada vez eran menos. Pero Alfonso y sus hermanos nunca se movieron de ahí. Mi padre a veces me decía que el balcón se podía venir abajo si los tres gordos asomaban, así que debía cuidarme de pasar por debajo. Ahora son dos porque Alfonso murió de un ataque cardíaco y siento que una parte de mi infancia se ha rasgado, como si mi rodilla hubiese vuelto a rasparse contra la pista y quedo otra vez ahí tendido, poniendo la sangre cerca de mi vista, levantando en la yema del dedo el recuerdo de otras heridas. Cuando lo supe quise ir a verlo por última vez, darle los honores a su risa oronda y ese bigote de otro siglo; entender que cada cierto tiempo será así porque hubo una época en la que todos estábamos vivos. Marisol, su hermana, me dijo en el velorio: "Él te vio nacer". Puedo ver que en la primera foto que me tomó mi padre en la puerta del edificio, yo estaba en los brazos de mi madre llegando del hospital. Mi abuela me arropaba y era un día soleado de abril. Doy fe que en ese momento Alfonso estaba en su balcón, mirándome.  

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