El horno y la leche

MILAGROS. Lima, 2018. Fotografía digital con light painting

En las noches, cuando todos se van a dormir, prende el horno y espera. Amasa, vierte leche, separa las claras de las yemas, vuelve caramelo el azúcar. Durante años la he visto hacer lo mismo sin advertirlo; la costumbre cuenta con ciertos descuidos. Por las mañanas se despierta cuando todos siguen durmiendo y vuelve a prender el horno. El primer aroma que emanan sus postres se mezcla de silencio. Su trabajo se cumple con sigilo, en el mismo horario que han crecido sus hijos hasta que se fueron de la casa. La batidora eléctrica tiene un zumbido, pero no guarda ninguna relación con todo lo anterior.          
Cuando era niño, mi abuelo me traía un tarro de arcilla que siempre recargaba con manjar blanco que él preparaba. El frasco era beige, la tapa marrón. Era un esteta que asociaba los colores a la comida. Disfruté la leche a destiempo, ya sólida; esto seguramente porque de recién nacido tuve que tomarla con ayuda de una pezonera. Después, con el crecimiento, me ocasionó náuseas, así que su reencuentro fue de forma moldeada, convertida en una deliciosa trampa. Un día, ya adulto y formado en mis huesos, noté que tía Milagros horneaba postres para venderlos y las cantidades eran medidas por decenas. Yo solo miraba la crema volteada con su centro hueco, mi horizonte la reconocía. Ella se dio cuenta que cada vez que iba a visitarla le preguntaba por crema volteada, como si se tratase de una prima o una noticia por recibir. De esta forma, fui ganando un lugar en sus raciones. Hasta que un día me regaló el molde entero y lo tuve que llevar a casa en dos recipientes que desbordaban de miel. No era mi cumpleaños. Tampoco el fin del mundo. Era un día cualquiera.                

Comentarios

Entradas populares