Ese cerro existe (1)

Era un domingo en Pamplona Alta, barrio del distrito de San Juan de Miraflores. La ladera del cerro es resbalosa durante la mayor parte del año, pero una vez arriba la humedad levanta su imperio y enmohece las piedras. Todo lo que queda estático. Los perros ladran a quienes bordean las casas. A pesar del clima, ese día el sol quería despuntar. Entre las nubes de la tarde se abrió paso un rayo que cruzó la cancha de fútbol donde se dirigía la asamblea. Era un aviso de cielo despejado: Milo rehizo la toma de filmación. Nos quedaba una hora de sol hasta que caiga detrás del muro. Alisté a mi equipo. Estábamos allí por la campaña navideña de Mibanco, la cual quería abandonar el discurso publicitario y encarnar, en la distancia de nuestras narices, una oportunidad ciudadana. Algún día la publicidad se dará cuenta de esto. Para la noche se esperaba el mensaje presidencial que definiría las reformas constitucionales, y sabíamos que escucharlo ahí, donde fallaba la internet y solo la radio era fiel, significaba alguna señal de cambio. ¿Para todos? Eso irá en la medida que dejemos de ser los sujetos pasivos de la corrupción. El ambiente guardaba esperanza. Incluso Daniel se animó a jugar fútbol con un niño y luego fueron más niños contra él, hasta que competimos dos equipos, que de tanto en tanto escapaban sus pelotazos a la escena del rodaje. Cayó la tarde. Subió el frío. Las luces comenzaron a prenderse, de tal forma que hacia abajo la ciudad se veía como un manto de luciérnagas. En una casa de color celeste se estaba organizando la escena de la costurera, y afuera se colocaba la mesa para la cena. Era como un tiempo intermedio, de preparación. Los hermanos Rafael y Leandro Acuña estaban en la cancha de fútbol encendiendo la parrilla, lo cual fue asumido por todos como la tradición uruguaya de cenar al carbón. Primero colocaron hamburguesas y trozaron pimientos, los vecinos ayudaban con el orden y trajeron sillas. Era oscuro, solo se ayudaban con una linterna. La neblina recorría espesa por lo alto y de espaldas a ella creí que se trataba de la humareda de los Acuña. Me acerqué para ver la cocción y noté que algunos niños ya comían con la ayuda de sus madres, en tanto otro grupo numeroso esperaba en fila con sus platos. Esto sucedía dentro del anonimato de la oscuridad. Entonces comprendí que no debíamos esperar nada porque nada de ahí nos pertenecía, y que ellos, planificando la comida para los vecinos, habían trascendido todo nuestro trabajo en un solo gesto. Conozco a Rafael y Leandro, lo hacían como en casa, sin ninguna diferencia de espacio y tiempo. Puedo saber también cuando las manos alcanzan la bondad. Para entonces la plancha ya tenía lomo de cerdo, pollo, zapallitos, plátanos y ninguna muestra de mezquindad. Armé mi equipo fotográfico nuevamente y fui tras esa luz que quedaría como la evidencia de una acción periférica, dentro de la periferia. Pamplona Alta queda tras un muro que divide por diez kilómetros el cerro que comparte con el barrio Las Casuarinas, en una frontera privada que delimita a los unos de los otros. En Las Casuarinas hay casas con piscinas, en Pamplona Alta el agua llega con camiones cisterna dos veces por semana. Nadie se identifica con el del otro lado. Luego de cenar fuimos a buscar una radio donde oír el mensaje presidencial, que fue breve pero con el final de una pequeña victoria contra el Congreso, aquel muro de los lamentos para 31 millones de peruanos. Ese día todos estábamos ganando algo. O haciéndolo. Hay momentos que se guardan fuera del registro mecánico de la fotografía, para los cuales hay que sustraerse del poder que da captar el tiempo y recuperarlo del pasado. Pamplona sigue moviéndose en mi memoria, como la bruma de aquella noche. Roberto Juarroz, el poeta argentino, dice: Hay lugares donde no es preciso que algo esté encendido para que alumbre/ Pero además hay cosas que se aclaran mejor con las luces apagadas. Estas fotos están hechas desde esa penumbra.




DOS HERMANOS DAN DE COMER. Lima, 2018. Fotografía digital 
                       

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