Hospital, 2008

Doce años atrás expuse esta serie de fotos en la Alianza Francesa. Fue el resultado de 7 u 8 meses en los recintos de la desaparecida Clínica Italiana. Desde 1997 ya no funcionaba a causa de la toma de rehenes en la casa del embajador de Japón por el MRTA. Estar en el perímetro le afectó y tuvo que ser evacuada para las operaciones de rescate. Años después, para mí despertó inquietud el abandono de tamaña arquitectura, polvorienta pero intacta, administrada ya por las palomas que la anidaban. Convencí al único vigilante contratado con que contaba y me permitió ingresar cada domingo, a ocultas de los ingenieros que durante la semana planificaban proyectos inmobilarios con ella. Hoy lo puedo confesar, antes hubiese ocasionado la pérdida del trabajo de Omar.      

A continuación, el texto del crítico Jorge Villacorta:

En una edificación desvalida y abandonada, Sandro Aguilar se empeñó en descubrir un lugar a recorrer cámara en mano. El punto de partida era ciertamente incorporarlo a su imaginario de la ruina contemporánea, y es así que lejos de ser indiferente a lo que el tiempo ha desechado y dejado presa del desgaste y la corrosión, ha compuesto un retrato de lo que otrora fue magnificencia asociada al proyecto moderno de una arquitectura especializada. 

Aguilar ha procesado la experiencia en una serie fotográfica en la que remueve las capas de tiempo no con ánimo quirúrgico sino con emoción estética. Luces y sombras han sido indudablemente parte de este reconocimiento, y la máxima apuesta, la teatralización de una decadencia, de un tornarse en ruina sin testigos hasta que llegó el fotógrafo. El encuadre es su forma de acercarse a y cercar la experiencia del espacio contenido, y en algunos casos contiene otro encuadre, generado por marcos de puerta o corredores. De manera que el ingreso progresivo al edificio tiene varios umbrales, varios marcos referenciales desde donde avistar las transiciones que Aguilar propone y que sugieren un suspenso casi cinematográfico.

Pareciera que en el procedimiento hubiera rápidamente derivado en una prospección que al final de un pasaje con carácter de preámbulo de laberinto, tuvo que ser asumida como introspección, con confesión de parte. Estamos ante una ficción que se vale de la estructura de una construcción que resulta familiar para un observador atento. La ficción tiene que ver con la memoria pero también con la admisión personal de que se recuerda algo sin haberlo conocido y de que la decisión desencadenante no ha sido la de extraer bloques de duración de lo vivido, como quien ejecuta el desprendimiento cuidadoso de un fresco que corre riesgo de desparecer con el muro carcomido. 

El fotógrafo no es dado a las hipótesis científicas, sin embargo. Su registro no es irónico ni se pretende distanciado. A todas luces su mirada resuelve la historia que elige contar con adiciones sucesivas de alícuotas de expresionismo. La serie no es ni gris ni melancólica, como tanta fotografía sobre la ruina moderna en Lima. La búsqueda del color es evidente. El observador lo ve surgir por distintos lados, matizado por la luz en interiores y en exteriores, y lo percibe atizado, aun cuando en algunos casos solo puede ser captado como un acento en lejanía. De hecho si uno lo piensa, la elección del color obedece a la temperatura de un desasosiego que es parte intrínseca de la ficción tramada, pero también a la necesidad de dar la medida del proceso de deterioro y convertirlo en el aria de un moribundo: la fotografía en blanco y negro está impedida de dar la talla de ciertos procesos en acción cuando de la transformación de la materia se trata, no hay posibilidad de que nos confronte con la oxidación del metal en tuberías o la humedad de una pared, en sudoración, enmohecida.  

Las imágenes colocan al observador en una dimensión visual trabajada con la fuerza de la imaginación del fotógrafo. En honor a la verdad, la edificación fue alguna vez una clínica que desde hace décadas está clausurada. Aguilar no viene a firmar su defunción, porque aunque más que desahuciada para cualquiera en su sano juicio, su ojo la admira, la alucina en pleno proceso de descomposición. Eleva entonces la temperatura para exaltar una pérdida de inocencia que no tiene que ver con el proyecto moderno y su fracaso en Lima, sino con la revelación de la vida como un grandioso accidente que hace de la ruina un signo elocuente, en caliente, de la desintegración y dispersión de lo que vive y se debate en un mundo modelado por la entropía. Ha despertado de una fantasía de estar a salvo para construir una ficción propia, la de una salvación, tal vez plausible, tal vez no.  

 

 












                                         






 

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