El beso

SIN MURALLAS PARA TU SOMBRA. Lima, 2008. Fotografía analógica

El viento cansado mecía los tejados y su último esfuerzo remolinaba las bolsas negras de alrededor, como una persecución circular de viejos gallinazos. Habían contados rastros a través del desierto para saber que su desplazamiento siempre era ese, pasando al final del día las dunas de un lado a otro, como una piedra que salta de la mano de un hombre y se dispara fuera de su alcance. A esa distancia, insalvable, los bancos de arena formaban la figura de una familia: el más pequeño se acurrucaba entre dos figuras más grandes, indefinidas aún por la naturaleza. El niño (ya podía vérsele así) crecía ensanchando la separación entre los tres, al mismo tiempo que los otros se volvían pequeños a su costado. La fuerza del viento se precipitaba con mayor intensidad por el ocaso, y los graznidos de las gaviotas parecían saberlo. Fue aquí cuando aquellos dos (ya podía vérseles como padres) se redujeron a granos de arena que alentaban a los otros millones. El niño queda dormido por el pestañeo de las estrellas, que cantan como grillos alunados, y el último gesto suyo es atrapado por la sombra de un zorro que se acerca a besarlo.

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